Sombras y cadenas

Sombras y cadenas

Sombras y cadenas

Por Enrique Eduardo Galiana

Moglia Ediciones

Del libro “Aparecidos, tesoros y leyendas”

Un Viernes Santo de 1865, los paraguayos atacaron la ciudad de Corrientes y luego la tomaron con fuertes contingentes militares, pasó de todo en la ciudad invadida de soldados y soldaderas, enemigos y amigos a la vez.

Las autoridades, en su mayoría, huyeron de la ciudad y se refugiaron en San Roque, ya que el gobernador Lagraña necesitaba un espacio físico para ejercer sus funciones y así se hizo por poco tiempo, hasta la llegada del invasor. La casa elegida se ubicaba frente a la plaza principal, cercana o vecina a la histórica Iglesia del pueblo, aún se conserva su estructura. Una casa que les brinda a los habitantes actuales sorpresas nada agradables. Quienes la habitaron afirman que se escuchan voces, discusiones, hasta amenazas graves entre los espíritus que rondan el espacio. Al atardecer suelen verse figuras que recorren sus espacios, algunos soportan un tiempo la cohabitación obligada, otros no.

El último adquirente, don Alberto, decidió compartir con los espíritus mientras optaba por dos caminos: el primero, el cura del pueblo y el segundo, una señora anciana, antigua curandera del lugar, reconocida como buen ser humano, que hasta creen que es una santa impuesta por algún Dios. El primero, el sacerdote, exorcizó la casa realizando los rituales necesarios para que las almas que rondan el lugar descansen en paz. No obstante todo el esmero puesto, don Alberto advirtió que su primera jugada no dio resultado: sentado en la galería ante un patio de importante dimensión veía desfilar sutiles sombras metidas en bravas reyertas por los gestos casi invisibles de tinieblas y hasta le pareció que podía convivir con ellos. Su esposa no estaba de acuerdo con esa actitud, casi no dormía la consorte Ana. Ante la situación, recurrió a la segunda opción, doña Calixta, la curandera, y fue hasta su casa en los arrabales del pueblo. “Buenas, doña Calixta, con su permiso -dijo corriendo la portada de madera de costaneros metida entre alambrados de antigua data. “Buenas tenga usted, don Alberto -contestó la anciana, que se mecía en un sillón de madera bajo uno de los árboles que poblaban su patio. Alberto dijo carraspeando: “Usted debe saber qué me trae; esta vez no es el empacho”. Calixta lo observó con sus ojos profundos color miel y le preguntó sin duda alguna: “¿Es por la casa pa?”. “Sí -afirmó Alberto-, no es por mí, porque las sombras no me molestan, pero mi señora tiene miedo”. La curandera le contestó: “Y bueno, chamigo, veré lo que puedo hacer, recordá que el cura ko no pudo. Mañana a la tarde, que es cuando les gusta pasear a esos pobres espíritus, vamos a hablar con ellos”.

Al día siguiente, cuando caía el sol sobre el oeste del histórico pueblo de San Roque, doña Calixta, caminando lentamente por sus calles ayudada de un bastón de lapacho hecho por sus propias manos, se dirigió a la casa de don Alberto. Tocó el llamador de bronce -instrumento de épocas en que la energía eléctrica no existía-, ingresó a la casa acompañada de su dueño y se dirigieron a la galería, lugar principal de los avistamientos de espectros. Cuando las sombras cubrieron los restos del sol que se escondía totalmente, como era común, las figuras fantasmales surgieron de la nada en una discusión expuesta, gestos de transparencias y movimientos bruscos permitieron a la señora observar con detenimiento los extravagantes sucesos. Calixta sacó de su bolso agua, que llevó en un botellón de cerámica y encendió un incienso de palo santo, murmurando entre dientes primitivas oraciones que aprendió de sus ancestros indios, arrojó agua y continuó con su letanía. El viento detuvo su marcha, se produjo una calma incomprensible, los espíritus también se calmaron y sus transparencias se enfocaron en la mujer que se comunicaba evidentemente en guaraní con ellos. Desde el fondo de la oscuridad una voz terrible y cavernosa se escuchó: “¡La mujer nos ha olvidado!”, en guaraní, y volvieron los espíritus a la lucha y discusiones. Doña Calixta, pensativa, interrogó a don Alberto: “¿Tu mujer es pa sanroqueña?”. Don Alberto respondió afirmativamente. “Ah… ¿y quiénes pa eran los padres?”. Así siguió la conversación, ya con la intervención de la esposa de Alberto, fueron tejiendo pacientemente la historia de su genealogía de larga tradición pueblerina. “Bueno che ama, con vos parece que es la cosa”, afirmó Calixta dirigiéndose a Ana. “Así que sos pariente de éstos y de los otros”. Ana no entendía nada y su miedo aumentaba en ese lugar que nunca visitaba porque se encerraba al atardecer, escuchando voces y movimientos extraños en su ventana sobre la galería. “No te preocupes -sostuvo Calixta- ya sé lo que pasa. ¿Vos pa visitás a tus muertos?”. Cachazuda, Ana le contestó: “Siempre que puedo, voy al cementerio, llevo flores y me quedo un rato a rendirles homenaje, especialmente a mis padres, les enciendo velas como hacen todos”. “Ah -expresó Calixta- ¿y a tus abuelos?”. “La verdad que no, porque dicen, vivían peleando por razones políticas”, contestó la mujer. La curandera preguntó dónde estaban enterrados. “Según mi anciana madre, que murió casi a los noventa años, en la iglesia histórica, pero solo uno”. Calixta tomó de voleo la respuesta y le contestó: “Te equivocás che ama, tus dos abuelos están allí, uno el reconocido y el otro, el verdadero, que dejó su fruto de un amor clandestino con tu abuela, también está sepultado en sagrado porque eran importantes y de plata”. Ana quedó pensativa y triste mirando la lejanía como si quisiera que sus ojos azules, herencia del amor prohibido, se perdiesen en el horizonte oscuro. “Mi mamá antes de morir me dijo algo que no entendí: siempre que vayas a la iglesia vieja llevá dos velas y dos ramos de flores, alguno puede necesitar”. “Ya te dije -afirmó Calixta- siguen peleando hasta en la tumba tus abuelos: uno era mitrista y el otro solanista, estas peleas de espíritus que no te dejan en paz se repiten en el recinto sagrado, por eso nadie queda dentro de la vieja iglesia al atardecer”.

Sombras y cadenas

Al día siguiente Ana, Alberto, Calixta y otros fueron a la iglesia a encender velas y llevar flores a dos tumbas cercanas conocidas por el pueblo. Desde entonces, el patio de la casa colonial, al atardecer es escenario de sucesos espectrales pero tranquilos, sosegados, como si los espíritus se encontraran dialogando, pero ya no la asustan a Ana, que inclusive cuando está sola se ríe. ¿Podrá ser que se comunica con sus ancestros?

Calixta volvió a su casa con su bastón, riendo para sus adentros de sus juveniles noventa y tres años. Sabía de las travesuras de la abuela de Ana.

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