Cómo el maquillaje puede convertirse en una poderosa arma de expresión personal
Por Elena Medel
Este tema fue publicado en el número de noviembre del 2021 de Vogue España
La piel muy blanca, los labios finos de un rojo vivísimo y brillante, abéñula azul para el delineado: así se maquillaba Pepita Santiago Sanz. Como tantas otras mujeres de su época –había nacido en 1921: su vida la quebró la dictadura–, a mi abuela materna le tocó una vida difícil que afrontó desde la resistencia. La recuerdo siempre así, blanco y rojo y azul, con sus pendientes y un collar y el vestido más hermoso –flores, muchas flores, o lunares– que encajara en su presupuesto. El pelo, moldeado entre el gris plata y el lila generacional: dos días antes de fallecer lamentaba que había faltado a la peluquería por su ingreso en el hospital. De ella heredé una piel que se mantiene con poca atención –gracias–, las caderas anchísimas –¿por qué?– y mis decisiones en cuanto a maquillaje: la piel muy blanca, los labios de color rojo oscuro.
Una prestigiosa universidad estadounidense desarrolló conspicuos estudios en torno a The Lipstick Effect: el vínculo entre la crisis económica y el ascenso del uso de cosméticos. Si un catedrático de Misuri o de Texas y su equipo de expertos esgrimen un PowerPoint con muchos datos, ¿quién se atreve a llevarles la contraria? En 2008, año primero de nuestra era de esta crisis de nunca acabar, las ventas de la industria no se hundieron sino todo lo contrario: mientras dejábamos de reconocer el mundo conocido, ese plano de la realidad en el que habitan los pintauñas y los eyeliners y las cremas hidratantes con color se imponía. Quizá tu sueldo –afortunada tú, si cobras un sueldo– no te permita la hipoteca o el coche o las vacaciones de ensueño, pero seguro que puedes invertir unos pocos euros en una barra de labios para desplazar la atención de tus ojeras –oscuras de dormir nada, porque trabajas demasiado– a la boca. Aquí el maquillaje no tapa imperfecciones ni acentúa aquellos rasgos que prefieras, sino que ejerce de placebo.
Antes de dormir –martes, 10 de marzo de 2020– me desmaquillo en el baño del hotel. En el aeropuerto, las primeras mascarillas quirúrgicas; al regresar a casa bajo al súper para comprar arroz, algo de fruta y verdura, mucho pescado para congelar y papel higiénico. Durante la primera semana cambio de chándal a camisón, de camisón a chándal, y no me peino y se me olvida la hidratante. Cuando asumo que la situación se prolongará más allá de quince días, me invento una costumbre: nada más despertar me ducho, asumo la rutina coreana –omito algún paso– y me maquillo para estar en casa, algo de rímel y los labios rojos, aunque no me esperen en Zoom. Algunas noches consulto tutoriales para intentar el cat eye o probar con colores que jamás exhibiría en público. Me reconozco en el espejo de mesa: yo soy mi primera espectadora. Con mis ahumados o con mis sombras flúor camino del salón al dormitorio, del dormitorio al balcón, del balcón al aseo: yo soy mi única espectadora. No me he maquillado para que nadie me vea: me he maquillado para verme yo.
Durante mi depresión me corto el pelo, engordo y engordo y engordo –tras adelgazar y adelgazar y adelgazar–, no me importan el vello solitario que nace en el mentón ni el ancho de las cejas, rechazo pintarme las uñas y hasta maquillarme, me cubro el escote y los brazos y las piernas: aspiro a la invisibilidad y mi mente se retuerce hasta considerar que descuidarme –lo que yo considero descuidarme: negarme la atención– facilita el trayecto. Ahora sé que el maquillaje me subraya. Su ausencia subraya a otras, para ellas, y está bien; pero a mí me sirve como lenguaje que cuenta mi estado de ánimo o mis intenciones, igual que las palabras.
Pepita Santiago Sanz: la primera mujer a la que contemplé –el verbo implica la fascinación, el cuidado con el que yo admiraba su cuidado– maquillarse. Su ejemplo me brindó varias conciencias: la de la dignidad y la de la belleza, aquí trenzadas porque ella las entendía no como una cuestión estética, sino ética. Si casi todo es político –en efecto: casi todo es político–, también yo quiero rebosar de ideología el momento en que mi abuela, en los primeros años de la posguerra, posa ante un fotógrafo con la cara lavada –ha desaparecido su hermano mayor , ha muerto su hermano pequeño– y un vestido negro de tela basta. Ha cumplido apenas veinte años, e imagino que se trata ya de la mujer que me crio: coqueta, fiel a la idea de que debemos ofrecer al resto nuestra imagen más cuidada, no por la opinión ajena sino por el orgullo propio. No necesita el dinero –por otra parte, no lo tiene– para la hermosura, ni abrigos de pieles ni joyas magníficas: le basta con posar frente a la cámara. Si le imponen a ella las renuncias y el luto, ella acepta las renuncias y el luto, el rostro limpio y la ropa tosca, el hábito que no hace al monje sino que arma a la rebelde. Se enfrenta al objetivo con tanta valentía –aunque no lo quieran, ahí está ella– que el sepia de la imagen se torna blanco, rojo y azul.
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