La paternidad y el "aura seminalis" por Miguel Lorente Acosta

La paternidad y el "aura seminalis" por Miguel Lorente Acosta

La paternidad y el "aura seminalis" por Miguel Lorente Acosta

La paternidad actúa como una especie de metáfora de la masculinidad al crear una imagen de ella a través de una realidad distante, que es utilizada para ordenar la percepción sobre la situación de los hombres.

La idea podría ser una forma poética de entender la identidad masculina y el modo de relacionarse de los hombres desde ella, pero en verdad es todo lo contrario. Esa figura romántica de la paternidad actúa como un modo de acercar la construcción cultural androcéntrica hasta lo privado, y de esa manera hacer de la intimidad el laboratorio donde surgen las recetas de la cultura adaptadas a los nuevos tiempos.

Desde el principio, tal y como recogimos en el artículo “La paternidad y Juana Rivas”, los hombres han entendido la paternidad como una creación propia que recurre a las mujeres para poder ser culminada. Bajo esa idea, los hombres dan vida a su creación, y dan sentido a las vidas de las mujeres a partir de una doble referencia: ser complemento de los hombres y presentar la maternidad como la esencia de su identidad femenina.

Y de todo ello han dejado ejemplos a lo largo de la historia.

Durante mucho tiempo utilizaron la ciencia como demostración de esa idea de la creación masculina de la vida. En el siglo XVI se desarrolló la teoría del “preformacionismo”, según la cual, y tal como describió Anton van Leeuwenhoek, las personas ya estaban contenidas en su totalidad en el espermatozoide como una especie de homúnculo que era introducido en el óvulo, donde se desarrollaba gracias a la “influencia mística del semen” de la que hablaba William Harvey, y a la que denominó “aura seminalis”.

El desarrollo científico, como el conocimiento en general, conforme ha avanzado ha permitido descartar esas afirmaciones y conclusiones, pero las ideas que las sustentan se traducen en otro tipo de argumentos y estrategias para mantener válida la referencia de la creación como obra de los hombres, y de ese modo mantener que lo creado pertenece a su creador. Es lo que todavía encontramos cuando un hombre se refiere a su mujer como “la madre de mis hijos”, una idea que, además, es presentada como una doble consideración hacia la mujer a la que se dirige: por un lado, por ser elegida como pareja, y por otro, al hacerla madre, o sea, “mujer completa”, aunque en verdad lo que se hace es conceptualizarla como un objeto.

Otra consecuencia de esta construcción de la paternidad como propiedad es la de los apellidos y su orden. Si el objetivo es “denominar” al niño o niña que nacía para identificarlo, la lógica dicta que se haga alrededor de lo único seguro, que es que ese niño o niña ha nacido de la mujer, criterio que debía llevar a que el primer apellido fuera el que garantizara la identificación de la persona recién nacida, o sea, el de la madre. Pero ese no es el objetivo, al menos el principal. El objetivo más importante es el del establecer el vínculo con el hombre creador, de ahí que el primer apellido sea el suyo, hasta el punto de que en muchos países, incluso, lo sea en exclusiva, sin que aparezca el de la madre por ningún lado.

La paternidad y el

En cualquier sistema de “clasificación” o de “denominación”, como hemos indicado, lo primero que se hace es destacar la referencia más directa y segura que lleva a que el primer apellido hubiera sido el de la madre, pero cuando la razón no es denominar, sino asignar la propiedad, se adoptan las medidas oportunas para otorgársela a quien se presenta como dueño: el hombre que ya parte de la idea previa de posesión de esa mujer “que le da sus hijos”. Por eso en otros países simplifican el sistema y directamente le imponen el apellido del marido a la mujer para evitar confusiones, y en otros, como ocurre en el nuestro, sobre todo un tiempo atrás, se presenta a las mujeres bajo la idea de pertenencia al hombre, por ejemplo, cuando es presentada como doña María García, y se dice que es la señora de Rodríguez, con el apellido del marido, que es el que le da valor social. Al final, ante la sociedad queda como doña María García, señora de Rodríguez, es decir, con dos apellidos de hombres, el del padre y el del marido, y ninguno de mujeres.

Lo de “madre no hay más que una”, queda como excusa para mantener la idea romántica que presenta la maternidad y su “amor de madre”, que tanto se han tatuado los hombres más machos, como lo más grande, al tiempo que la mujer objeto de ese amor es maltratada, discriminada y abusada por ese padre anónimo y su sociedad androcéntrica.

A pesar de todo ello, y quizás por ello, los hombres reclaman la paternidad que no ejercen. El machismo, en lugar de romper con todas esas referencias y reclamar una paternidad diferente basada, no en el elemento biológico y su “aura seminalis”, sino en el cuidado, los afectos y en su ejercicio diario para que los lleven a sentir y a “tatuarse” en la piel, en la conciencia y en el corazón ese “amor de padre”, insiste en mantener sus referencias clásicas de la masculinidad. Por dicha razón, en vez de buscar un cambio en la paternidad, lo que hace es atacar la maternidad y presentar a las mujeres que cuestionan las imposiciones de una cultura androcéntrica, como “malas mujeres” y, por tanto, “malas madres”.

Hace unos días, Mariola Lourido explicaba en la Cadena SER que el porcentaje de custodias retiradas en los casos de violencia de género a raíz de la nueva Ley de Infancia representa el 81%, cuando antes de esa norma no llegaba al 3%. Ante estos hechos los hombres interpretan que se está actuando contra ellos, en lugar de entender que son ellos con su violencia de género los que están actuando contra sus hijos e hijas y en contra de lo que debe ser la paternidad.

No hay paternidad con violencia, es algo que todo el mundo comprende menos quienes defienden que la violencia es algo “doméstico”, o sea, a disposición del “dueño de la casa” para mantener con ella sus imposiciones y privilegios.

Los hombres que no tienen la custodia por haber maltratado, no la tienen porque ellos mismos se la han retirado con su conducta violenta. Que no miren a los jueces o juezas ni a la ley en busca de culpables, porque son ellos quienes se alejan de sus hijos e hijas con su “aura de violencia”.

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